ADELA CORTINA
ÉTICA EMPRESARIAL Y OPINIÓN PÚBLICA
En las sociedades avanzadas se levantan voces anunciando que la moral ha muerto. Viviríamos, pues, en una época no sólo postmetafísica y post-moderna, sino también post-moral. Sin embargo, estas mismas voces proclaman a la vez que la ética se está remozando en las llamadas «éticas aplicadas»: bio-ética, gen-ética, eco-ética, ética económica, ética de la información, etc. Y esto no sólo en los medios académicos, sino —lo que resulta más sorprendente— incluso en la vida cotidiana. Una opinión pública consciente de sus derechos exigiría a los agentes de las distintas actividades que se conduzcan éticamente, o sea, que respeten los derechos del público, si es que quieren «vender sus productos». ¿Cómo se explica esta contraposición
entre el presunto advenimiento de una época post-moral y el reconocimiento de que la ética constituye, de hecho, una necesidad social? He ahí la pregunta que la autora del presente artículo se plantea de entrada. Para responder a ella nada mejor que analizar una de esas éticas aplicadas: la ética empresarial. El análisis a fondo de la ética de la empresa le hace concluir que los agentes económicos no pueden prescindir de los factores morales, si quieren conseguir el fin propio de su actividad.
De la moral individual a la ética de las instituciones Se ha dicho que la moral ha muerto. Hay quien piensa que la que ha muerto ha sido la moral kantiana: la moral de los deberes individuales. En una moral así lo
que importa es el móvil de la acción y no sus resultados, la buena voluntad y no las consecuencias buenas. No sería la ética «dolorosa » de los héroes, dispuestos a sacrificarse, la que necesitamos. Hoy esta ética huelga. Porque la buena voluntad individual resulta impotente para defender los derechos de todos los hombres frente a las diarias violaciones. Además, el proceso de modernización ha supuesto la diferenciación
funcional de distintos ámbitos sociales, que cuenta cada uno con una lógica propia y una autonomía relativa. Ante ellos el individuo se siente una vez más imponente. Por esto precisaría una ética «indolora» que coordinase las acciones individuales de una forma tan inteligente que el resultado final fuese el mayor bien
posible para todos, independientemente de la buena o mala voluntad del individuo. «Lo que importa, en último término, no es la buena voluntad, sino que lo bueno acontezca» (Apel, 1985, La transformación de la filosofía, Madrid. vol. II, p. 406). La clave de la ética «indolora» de los nuevos tiempos democráticos no es el respeto a la ley, sino la astucia del entendimiento, no es la buena voluntad, sino los buenos resultados. De ahí que la antigua moral del individuo deba ser superada por una ética de las instituciones.
Esto resultaría particularmente comprensible en el ámbito de la economía moderna, que se caracteriza
por la división del trabajo, intercambios anónimos, creciente interdependencia y elevada complejidad. Para el resultado de un proceso de estas características son irrelevantes tanto los motivos de la acción individual
como sus consecuencias. Porque el resultado total es el producto de incontables acciones. Sin contar con que el resultado de mi acción no sólo depende de mí, sino también de lo que los demás hacen. Urge, pues, sustituir la lógica de la acción individual por la lógica de la acción colectiva o, al menos, complementarla con ella. La racionalidad de la economía moderna se caracteriza por mecanismos que, a primera vista, están reñidos con las exigencias de una moral kantiana. Si a los agentes económicos sólo les mueve el afán de lucro y el máximo beneficio y si la piedra angular de una economía moderna es la competencia, parece que en ella la moral está de más. Todo esto plantea un sinfín de preguntas, entre las que entresaco tres:
1ª. Para una empresa moderna ¿es superflua no sólo la moral de la intención, sino la moral a secas?
2ª. Si la respuesta es afirmativa: ¿a qué viene una ética para proteger los derechos de los individuos, si
ya hay normas jurídicas y políticas?
3ª. Y, por último, ¿quién está legitimado para juzgar como buenos o malos los resultados de las
acciones colectivas?
Ante estas preguntas propongo como respuesta la siguiente tesis: una concepción de la actividad empresarial moderna, tomada en su integridad, contiene aspectos morales que los agentes económicos deben atender, si quieren llevar adelante la tarea que les es propia. Para que esto sea un hecho, hay que contar con una opinión pública crítica y con empresarios dispuestos a confrontarse críticamente con su propia actividad empresarial. Primero expondré en qué consisten los aspectos morales de una empresa moderna. Luego
intentaré precisar la naturaleza de la opinión pública en la actividad empresarial y el lugar que ocupa en ella, como uno de los lugares de lo moral. Finalmente propondré un modelo de autoregulación crítica de la empresa.
Lo moral en la actividad empresarial moderna
Ante todo conviene aclarar qué entendemos por moral. La acepción de lo moral que aquí nos interesa la expresó Ortega y Gasset así: «Me irrita este vocablo moral. Me irrita porque en su uso y abuso tradicionales se entiende por moral no sé qué añadido de ornamento puesto a la vida y ser de un hombre o de un pueblo. Por eso yo prefiero que el lector lo entienda por lo que significa, no en la contraposición moral-inmoral, sino en el sentido que adquiere cuando alguien se dice que está desmoralizado. Entonces se advierte que la moral
no es una performance suplementaria y lujosa que el hombre añade a su ser para obtener un premio, sino que es el ser mismo del hombre cuando está en su quicio y vital eficacia. Un hombre desmoralizado es simplemente un hombre que no está en posesión de sí mismo, que está fuera de su radical autenticidad y por ello no vive su vida, y por ello no crea ni fecunda, no hinche su destino» (Por qué he escrito «El hombre a la defensiva»: Obras completas IV, p. 72).
Me importa mucho destacar que, desde esta perspectiva, la moral no puede ser nunca algo añadido desde fuera al ser del hombre o a una actividad concreta, sino su propio desarrollo cuando está «en su propio juicio y vital eficacia». Aplicada esta concepción a las actividades humanas, la moral nunca puede consistir en algo suplementario, venido de un tribunal ajeno, sino en el pleno ejercicio de la actividad misma en una sociedad que se autocomprende históricamente. Entender la moral en otro sentido está llevando a autores
como Habermas a intentar liberar el derecho y la política de la moral, como si los juicios morales constituyesen una injerencia externa para esos ámbitos. Esto supuesto, se comprende que Habermas
distinga entre la ética, que consistiría en la correcta realización de una política legítima, conectada con las formas de vida de una comunidad concreta, y la moral, que consistiría en el cumplimiento de deberes universalizables. Una y otra estarían subordinadas al género supremo del discurso racional, que sería moralmente neutro. Sin embargo, si al tratar de moral no comenzamos la casa por el tejado, hablando de normas (Apel, Habermas), principios de justicia (Rawls) o reglas (Buchanan), sino de la vita activa (H. Arendt), de las actividades por las que los seres humanos desarrollan sus vidas, habremos de reconocer que
la moral de tales actividades consiste en su plena realización. ¿Qué significa desarrollar una actividad plenamente? En una sociedad moderna, el pleno desarrollo de una actividad requiere atender, al menos a cuatro puntos de referencia: 1º, las metas sociales por las que cobra su sentido; 2º, los mecanismos adecuados para alcanzarlas; 3º, el marco jurídicopolítico correspondiente a la sociedad en cuestión; y 4º, las exigencias de la conciencia moral crítica. En una sociedad moderna post-industrial esas exigencias son las propias del nivel post-convencional. Esto significa que las instituciones han de reconocer que todos los afectados por decisiones y normas son interlocutores válidos, es decir: que las normas que regulan las actividades han de ser aceptadas por todos ellos tras un diálogo racional.
Cualquier actividad social cobra sentido porque persigue una meta determinada y así se convierte en lo que algunos denominan práctica. Justamente una práctica es una actividad cooperativa que cobra su sentido de perseguir determinados bienes internos, distintos de los de otras prácticas. Para alcanzarlos, es menester
que quienes participan en esta práctica determinada desarrollen ciertas virtudes que componen el ethos propio de esa actividad. Las distintas prácticas se caracterizan, pues, por los bienes que sólo a través
de ellas se consiguen, por los valores que en la persecución de esas metas se descubren y por las virtudes cuyo cultivo se exigen. Sin instituciones sería imposible desarrollar esas prácticas. Por esto importa diseñar, junto a la ética individual, una ética de las instituciones, en el bien entendido de que el sentido de las instituciones consiste precisamente en prestar apoyo a las prácticas. Por esto resulta necesario también diseñar una ética de las actividades o prácticas que sustente la ética de las instituciones. El lugar de lo moral
en la empresa no sólo el de las reglas e instituciones. Desde esta perspectiva, la actividad empresarial se caracterizaría por perseguir un determinado bien interno: la satisfacción de necesidades humanas. Y esto
lo haría —y con esto pasamos al segundo punto de referencia— a través de mecanismos específicos:
el mercado, la competencia y la búsqueda del beneficio. Esto exige encarnar valores peculiares, como la búsqueda de calidad y la optimización de los recursos, muy especialmente los humanos. Pasando al tercer punto de referencia, para que una actividad empresarial sea legítima debe atenerse a la legislación vigente, que marca las reglas de juego de la empresa y de las demás instituciones. Pero esto no basta para
constituir una empresa en el pleno sentido de la palabra, ya que la legalidad no agota la moralidad. Y
no sólo porque el marco legal puede dejar lagunas. Sino también, al menos, por otras dos razones:
porque el ámbito de lo que ha de hacerse nunca está totalmente jurificado ni es conveniente que lo esté; y porque una constitución democrática es dinámica y tiene que ser reinterpretada históricamente desde algún
lugar.
En una sociedad moderna ese lugar no puede identificarse con los intereses sectoriales de los diferentes grupos, sino que ha de ajustarse —cuando menos— a la fórmula del contrato social: la legislación debe atenerse a lo que todos podrían querer. Esto significa que el consenso es necesario para legitimar el marco económico. Pero consenso no significa «pacto de intereses sectoriales», sino acuerdo en torno al interés universalizable, en torno a lo que todos podrían querer. Con esto pasamos al cuarto punto de referencia. Este consenso es exigible, en última instancia, porque estamos hablando de la actividad empresarial en sociedades cuya conciencia ha accedido al nivel moral post-convencional, lo cual modula internamente el
modo de entender la empresa. En la línea kantiana del término moral, que constituye el punto de referencia
de una moral crítica, cualquier actividad o institución que pretenda ser legítima ha de responder a las exigencias de justicia que su sociedad plantea y que corresponden al nivel de conciencia moral en el que se encuentra.
Según esto, «sólo serían válidas normas de acción con las que podrían estar de acuerdo todos los posibles afectados como participantes de un discurso práctico» (Habermas). Sin entrar en el giro que se produce en la filosofía de Habermas, de la ética discursiva a la teoría del discurso, al que hemos aludido a propósito de su distinción entre ética y moral, nos interesa aquí destacar que, desde el punto de vista de una conciencia
moral crítica que ha alcanzado el nivel post-convencional, son válidas las normas de acción con las que
podrían estar de acuerdo todos los afectados por ellas, porque satisfacen —en terminología kantiana—
intereses universalizables. Esta conciencia moral crítica es una exigencia que nunca puede institucionalizarse totalmente, pero tiene un lugar privilegiado de expresión en una sociedad moderna: el de una opinión pública crítica, tal como ha entendido cierta tradición kantiana.
La opinión pública como lugar de lo moral
Al menos desde el siglo XVIII el concepto de publicidad va ligado al mundo político. El poder político es público. Sus metas y sus efectos son públicos. Y, por tanto, precisa una legitimación pública. En este modo de entender la publicidad constituyen un jalón indispensable los conceptos kantianos de «publicidad» y de
«uso público de la razón», que hoy perduran —matizados— en la filosofía de Rawls y Habermas.
En los tres casos el concepto de publicidad está ligado a la legitimidad de la política, que sólo puede proceder de leyes racionalmente queridas: un Estado justo no puede fundarse en la voluntad particular —y, por tanto, arbitraria— de un soberano o de un grupo social, sino en la voluntad racional de lo que todos podrían querer. Y, a la hora de determinar lo que todos podrían querer, es indispensable el papel de una publicidad razonante. Dado que, desde el siglo XVIII, se han producido cambios en la sociedad que obligan a revisar el concepto de publicidad, tras comentar la aportación kantiana, explicaremos los cambios que
obligan a Rawls y Habermas a matizar dicho concepto.
1. La publicidad crítica como mediadora entre la sociedad burguesa y el poder político (Kant).
Kant utiliza el concepto de publicidad en un doble sentido: como principio del ordenamiento jurídico y como método de ilustración. Como principio de ordenamiento jurídico, la publicidad es condición indispensable de la justicia de las leyes. Por esto, la fórmula trascendental del derecho público dice así: «Son injustas aquellas acciones que se refieren al derecho de otros hombres y cuyas máximas no soportan ser publicadas». En la obra de Kant se entrecruzan, además, dos formas de entender la publicidad: la representativa, por la que el soberano representa al pueblo, y la republicana, en la que el soberano sigue gobernando la res publica, pero ha de promulgar sus leyes contando con lo que todos podrían querer. En
virtud de este entrecruzamiento, siempre es el soberano el que asume el papel de representar al pueblo, el cual está jurídicamente ligado al soberano, mientras que éste queda obligado con el pueblo sólo moralmente.
Sin embargo, Kant no deja el cumplimiento del contrato social en manos del soberano sin adjudicarle expresamente una «voz de la conciencia» que se lo recuerde y que empalma con el segundo concepto de publicidad al que nos hemos referido: la publicidad como método de la ilustración, o sea, el «uso público de la razón» por parte de los ciudadanos maduros. Pues son los ciudadanos «ilustrados» los que han de criticar públicamente a los poderes públicos. La libertad de la pluma es el paladín de los derechos del pueblo.
Así, la sociedad en su conjunto queda estructurada en dos ámbitos: el público, correspondiente al poder político, y el privado. Pero en este segundo cabe distinguir entre la esfera correspondiente a la familia y al tráfico mercantil, y a la publicidad política de los «ilustrados», que media entre el Estado y la sociedad a
través de la opinión pública. Desde esta perspectiva, la res publica [cosa pública] lo es porque tiene como objetivo el bien público, pero también porque preconiza como procedimiento para alcanzarlo la creación de un espacio públicoen el que los ciudadanos puedandeliberar acerca de lo que les importa.La existencia de ese espacio público es
conditio sine qua non para la opinión pública y la crítica al poder político y, en última instancia, para la moralidad de lo político.
2. Una razón pública domesticada (Rawls). El liberalismo político de Rawls recoge la doble línea apuntada por Kant en el concepto de publicidad, aunque matizándola. En realidad, la estructura de la sociedad ha cambiado desde el siglo XVIII, sobre todo en dos aspectos:
1º, la forma política de gobierno es la democracia y, por tanto, los ciudadanos ejercen públicamente su razón, no para criticar al soberano, sino para constituir juntos un orden legítimo y justo; y
2º, la economía y la empresa ya no forman parte de la esfera privada, sino que han pasado a la esfera pública por sus repercusiones en ella y necesitan, por tanto, legitimación. De ahí los cambios también en el doble concepto de publicidad. Por lo que se refiere al principio del ordenamiento jurídico, considera Rawls que la estabilidad del orden político exige promulgar unos principios de justicia que puedan ser aceptados por todos los miembros de la comunidad política. De ahí que idee el experimento mental de la «posición
original»: en su condición de libre e igual, cualquier ciudadano podría estar de acuerdo con tales principios.
Una vez decididos los principios públicos de la justicia, se aplicarían a las instituciones públicas. ¿Cómo lograr que se encarnen en la vida cotidiana? Aquí entra en juego el segundo concepto de publicidad —el
uso público de la razón—, al que Rawls presta especial atención. Utiliza públicamente su razón el
ciudadano maduro que trata de aducir aquellas razones que los demás ciudadanos pueden aceptar,
sea cual fuere su teoría comprehensiva del bien. Quien así procede cumple el deber moral de civilidad, que consiste en reforzar el consenso ya existente en una sociedad democrática en torno a unos mínimos de justicia. Precisamente la convivencia en una sociedad pluralista es posible porque todos comparten esos mínimos. Y es un deber moral civil reforzarlos para fortalecer la cohesión de la comunidad política.
La razón pública lo es en un triple sentido:
1) porque, como razón de los ciudadanos iguales, es la razón del público;
2) porque su objeto es el bien público; y
3) porque su contenido es público.
El contenido de la razón pública es la concepción política de la justicia y lo han de poder aceptar todos los ciudadanos. De lo contrario, no ofrecería una base pública de justificación. Rawls insiste en que esta idea de razón pública es esencialmente política. Pero también es cierto que ejercerla constituye el deber moral
de la civilidad. Serán ciudadanos maduros, imbuidos de ese deber de civilidad, los que se apresten a
hacer uso público de su razón, que aquí persigue el consenso con los demás ciudadanos en todo aquello en lo que sea posible estar de acuerdo. Este concordismo liberal en lo que ya se comparte tiene una dimensión positiva: destaca que, en sociedades pluralistas y multiculturales, la construcción de la vida común exige aunar esfuerzos. Pero tiene también el inconveniente de ser conformista: de adaptarse fácilmente a lo que ya
existe.
Además este conformismo afecta muy especialmente al ámbito económico, ya que Rawls reconoce que, en lo que afecta a la distribución justa de los bienes materiales, la base más amplia que puede alcanzarse es la de un mínimo social que cubra las necesidades básicas de todos los ciudadanos. Por el contrario, el principio de la diferencia, según el cual una distribución desigual de la riqueza sólo es justa si favorece
al menos aventajado, no parece que pueda alcanzar un amplio acuerdo en su sociedad y por esto queda excluido de las «esencias constitucionales». En el liberalismo político el uso público de la razón ha perdido
la capacidad crítica de la que gozaba en la propuesta kantiana. Esta capacidad crítica la recupera Habermas.
3. La voz crítica de la sociedad civil (Habermas).
Habermas se sitúa en la línea de Kant. Para él, sin publicidad política crítica es imposible una democracia auténtica. Ella representa el elemento mediador entre la sociedad civil y el poder político. Pero los cambios
estructurales sufridos en una y otro obligan a modificarla considerablemente. El poder político no se legitima
mediante un hipotético contrato social, sino comunicativamente, que es como se ha manifestado la soberanía del pueblo. Por tanto, el poder administrativo ha de legitimarse a través de la comunicación. Y no recurriendo a supuestos tradicionales o autoritarios, sino a argumentos capaces de convencer a los afectados por sus proyectos. De ahí la necesidad de escuchar a la ciudadanía, que se expresa a través de canales institucionales, pero también a través de una opinión pública no institucionalizada. La opinión pública la componen aquellos ciudadanos que poseen unas antenas especiales para percibir los efectos de los sistemas, ya que son los afectados por ellos. Cierto que es el poder institucionalizado el que toma las
decisiones. Pero el poder público ha de percibir y tematizar los problemas de la sociedad comunicándose
con los afectados potenciales.
Ciertamente, es preciso crear el espacio institucional para el espacio público. Pero la publicidad es, en principio, un fenómeno social elemental, una estructura de comunicación enraizada en el mundo de la vida a través de su base sociocívica. Ese espacio social es también un espacio público, en el que es posible encontrarse con libertad. De este modo continúa la tradición kantiana de una publicidad preocupada por la res publica, que funciona como «conciencia moral» del poder político, porque le recuerda que debe tomar
las decisiones atendiendo a lo que todos podrían querer: a intereses universalizables. Y, como en la tradición kantiana, la publicidad pertenece a la sociedad civil. Pero, se han producido, al menos, tres cambios sustanciales respecto a Kant.
1. El concepto de sociedad civil.
En Kant se trataba de la «sociedad burguesa», que Hegel caracterizó como «sistema de las necesidades»: un sistema de mercado de trabajo y de intercambio de mercancías. Por el contrario para Habermas, la sociedad civil no incluye el poder económico y la configuran aquellas asociaciones voluntarias, no estatales y no económicas, que arraigan las estructuras comunicativas en el mundo de la vida. Estas asociaciones
perciben los problemas de los ámbitos privados del mundo vital, buscan interpretaciones públicas
para sus intereses y experiencias sociales e influyen en la formación institucionalizada de la opinión pública.
2. Los sujetos de esa opinión pública no son, como en Kant, los «ilustrados», sino aquellos sujetos, afectados por los sistemas, que defienden intereses universalizables y colaboran, por tanto, en la tarea de formar una voluntad común discursivamente y por medio del diálogo.
3. Habermas va más allá que Kant, al pretender que las exigencias generadas por la opinión pública se institucionalicen, al menos en parte, convirtiéndose en un auténtico poder comunicativo a través del poder político. Pero tampoco Habermas considera explícitamente la necesidad de legitimar desde la opinión
pública la actividad económica. Esto no deja de ser una gran laguna. Pues hoy día se acrecienta
entre los ciudadanos la conciencia de que cualquier actividad con metas y repercusiones sociales
requiere legitimación. Por tanto, también la actividad económica. Una ética empresarial anticorporativa
Ya dijimos, que la moral de una actividad social consiste en intentar desarrollarla de modo que alcance «su quicio y eficacia vital». Por esto carece de sentido hablar de nuestra época como de un tiempo post-moral.
Lo que realmente importa es tratar de aclarar en qué consiste el desarrollo moral de cada actividad.
En concreto, por lo que se refiere a la actividad empresarial urge investigar qué bienes internos persigue, qué valores aspira a realizar y qué virtudes exige. Sabemos que en una sociedad moderna post-industrial con democracia liberal se ha alcanzado un nivel de conciencia post-convencional, según el cual toda persona
es un interlocutor válido. De este reconocimiento se derivan las siguientes consecuencias para el ámbito empresarial:
1. Las reglas de juego de la economía han de someterse al marco constitucional, que es objeto de un consenso. En él se encuentra ya incorporado un momento moral. Sin embargo, si el marco constitucional es únicamente fruto de un consenso fáctico, en el que las distintas fuerzas políticas y económicas tratan
sólo de obtener sus ventajas particulares sin satisfacer los intereses universalizables, entonces el
ordenamiento económico se encuentra situado por debajo del nivel moral exigido por una conciencia
social post-convencional.
2. Las exigencias de los interlocutores válidos recuerdan que es preciso revisar constantemente el orden económico para que se oriente por intereses universalizables. Estas exigencias se canalizan a través de una opinión pública crítica razonante, que, desde intereses universalizables obliga a reinterpretar la Constitución.
Pero, para que la opinión pública sea un verdadero lugar de lo moral es preciso potenciar el deber de civilidad, ya que las exigencias de ciudadanos egoístas carecen de calidad moral. Tal civilidad debería invitar no sólo al concordismo, sino sobre todo a la crítica, porque la concordia podría lograrse a costa de sacrificar los intereses universalizables en beneficio de los intereses particulares. Esa crítica debe ejercerse sobre cuantas actividades e instituciones tienen metas y efectos sociales. Por tanto, también sobre la
economía. Por consiguiente, la publicidad política debe ser ampliada a una publicidad económica. Según
esto, la opinión pública crítica de la sociedad tendría que encontrar eco en ciudadanos económicos, dispuestos a conceder a los principios éticos de la res publica la primacía sistemática frente a sus intereses
económicos particulares.
3. La conducta de los empresarios ha de moralizarse en dos sentidos:
a) han de prestar oído a la opinión pública crítica y considerar a los ciudadanos adultos como amigos y no como enemigos de los que hay que defenderse; y
b) deben emprender la tarea de construir ellos mismos una ética de la economía y de la empresa. Se trata de reflexionar sobre qué principios y valores morales posee la actividad económica y empresarial como específicos de una ética de la empresa.
4. La especificación de esos principios, manifestada a través de los códigos de conducta y/o las declaraciones públicas, debería satisfacer la aspiración de autorregulación expresada a menudo por los
empresarios. Pero debería ser a la vez una autorregulación crítica anticorporativista, que huya de cualquier
gremialismo. Por esto es indispensable una opinión pública crítica que, cuando sea preciso, recuerde a los empresarios que las exigencias sociales no están satisfechas o que los efectos externos son perversos. Pero
tan necesaria, al menos, es la actuación de empresarios dispuestos a satisfacer esas exigencias y expresar
públicamente qué principios y prácticas debe seguir su actividad para poder alcanzar «su quicio».
Los «ciudadanos del Estado» y los «de la economía» son a la vez ciudadanos «de la sociedad civil» que
integran la opinión pública. La crítica de la opinión pública al poder administrativo y a la economía no
ha de venir sólo desde fuera. La crítica externa debe recordar, en todo caso, lo que no se está cumpliendo.
Pero, si no hay una remoralización desde dentro del sistema económico, si los agentes económicos
no hacen también un uso público crítico de su razón, no hay ética económica posible, porque, a
diferencia del derecho, la moral no puede imponerse, sino que debe ser asumida desde dentro.
Por esto creo que no ha llegado el tiempo de una ética «indolora », en que los empresarios puedan
liberarse de la responsabilidad de tomar decisiones morales, traspasando esa responsabilidad a los
marcos institucionales. Más bien es tiempo de que los empresarios promocionen la ética de la empresa
desde una autorregulación no corporativista, abierta tanto a la crítica interna como a la externa de quienes se preocupan de intereses universalizables.
Condensó: MÁRIUS SALA